He venido a arrojar un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya hubiera prendido!
Es el fuego de Dios, el fuego del Amor. Dios es Amor. Fuego que resplandecerá sobre todo en el madero de la cruz en el momento culminante de la historia. Desde ese madero deslumbrará y atraerá a todos hacia mí (Jn 12, 32).
Jesús revela a sus amigos, y también a nosotros, su más ardiente deseo: traer a la tierra el fuego del amor del Padre, que enciende la vida y mediante el cual el hombre es salvado. Jesús nos llama a difundir en el mundo este fuego, gracias al cual seremos reconocidos como sus verdaderos discípulos. El fuego del amor, encendido por Cristo en el mundo por medio del Espíritu Santo, es un fuego sin límites, es un fuego universal (Papa Francisco).
Si nos acercamos al pecho de Jesús, como lo hizo Juan en la última cena (Jn 13, 25), entenderemos que el fuego que arde en su corazón es el de la misericordia y la compasión. Es el fuego que le ha dado la energía para su misión por los caminos de Galilea y que le ha llevado a Jerusalén. Recostándonos, como Juan, sobre el pecho de Jesús saborearemos también la humanidad de Jesús agitada por ansiedades e inquietudes.
¿Creéis que estoy aquí para poner paz en la tierra? No, os lo aseguro, sino división.
Y, sin embargo, Él es nuestra paz (Ef 2, 14). Y nos quiere a todos mensajeros de paz. Pero no nos quiere con la paz de los cementerios. Su paz es la paz del guerrero que se sabe vencedor, porque: ¡Ánimo! Yo he vencido al mundo (Jn 16, 33).
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