Sí, como dices, soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para dar testimonio de la verdad.
Al bueno de Pilato no se le dio comprender estas palabras. Eso es algo, como dice Jesús, reservado a unos pocos: A vosotros se os ha dado a conocer los misterios del Reino de los Cielos, pero a ellos no (Mt 13, 11).
Pero también a nosotros, los privilegiados con el conocimiento de los misterios del Reino, nos cuesta entender cabalmente las palabras de Jesús. Las ambiciones personales o eclesiales suspiran por un Reino que también lo sea de este mundo. A lo largo de la historia hemos intentado que su Reino, equivocadamente identificado con la Iglesia, sea universalmente reconocido y respetado; a veces recurriendo incluso a la violencia. Nos encantaría también que su Reino brillase en nuestro corazón sin ningún género de oposición. Nos cuesta tanto la convivencia serena con la cizaña de dentro y de fuera de nosotros.
En este último domingo del año litúrgico proclamamos a Jesús, el hijo de María, rey del universo. Para entender correctamente este título de rey, debemos mirar cómo lo entendió Él: Mi Reino no es de este mundo. Él vino a este mundo para dar testimonio de la verdad; la verdad del amor. Nosotros proclamamos el imperio del amor; el amor que es la realidad más sólida y más permanente y más profunda de todo lo que existe. Esta fe en el imperio del amor hace que esperemos la hora de la plenitud de los tiempos, la hora de nuestra muerte, como un encuentro con quien no nos llama siervos, sino amigos. Por eso, que no se turbe nuestro corazón ante ese encuentro. Él ha ido a prepararnos un lugar y, una vez preparado el lugar, vuelve para llevarnos con Él, de modo que donde está Él estemos también nosotros (Jn 14, 1-3).
En esta fiesta de Jesucristo, Rey del Universo, hacemos nuestras las palabras de san Pablo: Dios lo exaltó y le otorgó el nombre sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jesús es el SEÑOR para gloria de Dios padre (Flp 2, 9-11).
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