Yendo de camino, estando ya cerca de Damasco, hacia el mediodía, me envolvió de repente una gran luz venida del cielo.
Celebramos la fiesta de la Conversión de san Pablo, y dedicamos nuestra meditación a este evento tan capital del Nuevo Testamento.
Comenzamos con la palabra conversión. La de Pablo no fue una conversión moral; desde el punto de vista de la ley, Pablo era intachable (Flp 3, 6). La conversión predicada por el Bautista tenía como punto de referencia el pecado; había que alejarse del pecado. La conversión predicada por Jesús tiene como punto de referencia al mismo Jesús; hay que acercarse a Él. ¿Lejos del pecado y lejos de Jesús? No es conversión.
Antes de su conversión Pablo posee grandes valores: fervor, compromiso, tradición… La práctica fiel de la ley le asegura la salvación, pero le hace olvidar su radical pobreza y su necesidad constante de misericordia. La conversión supone una revaloración total. Lo tan importante antes, pasa a ser basura (Flp 3, 8). A partir de entonces, el significado de su existencia no consiste en confiar en sus propias fuerzas para observar la ley, sino en la adhesión total de sí mismo al amor gratuito e inmerecido de Dios, a Jesucristo crucificado y resucitado (Papa Francisco).
Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación.
Mas, cuando Aquel que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo, para que le anunciase entre los gentiles…(Gal 1, 16). Los nuevos valores de Pablo son tan fascinantes que sería absurdo no proclamarlos a todo el mundo: ¡Ay de mí si no predico el Evangelio! (1 Cor 9, 16).
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