Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como ellos es el Reino de Dios.
En otra ocasión, cuando los discípulos discutían entre ellos movidos por sus ambiciones, Jesús les había dicho: Si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos (Mt 18, 3).
Además, hace muy poco Jesús les ha hablado, por segunda vez, sobre su pasión y muerte. Pero ellos no entendían y temían preguntarle (Mc 9, 32). Y a renglón seguido se habían enzarzado en una discusión sobre quién de ellos era el mayor. Jesús se había mostrado muy paciente y había puesto a un niño en medio del grupo como un espejo en el que deberían mirarse (Mc 9, 36). Pero lo de ser como niños es una lección muy difícil de aprender.
¿Cómo la aprendemos? Nos lo dice Pedro: Apeteced, como niños recién nacidos, la leche espiritual, no adulterada, para crecer sanos (1 P 2, 2). La leche espiritual, no adulterada, es la Palabra de Dios: el mejor alimento para un sano crecimiento permaneciendo siempre niños de corazón. Porque hemos recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! (Rm 8, 15).
Teresa de Lisieux aprendió bien esta lección; tanto que se ha convertido en la gran maestra de la infancia espiritual: Ser niño es reconocer la propia nada y esperarlo todo de Dios, como un niño lo espera todo de su padre; es no preocuparse por nada… Lo que agrada al Señor es verme amar mi pequeñez y mi pobreza; es la esperanza ciega que tengo en su misericordia. Mantengámonos muy lejos de todo lo que brilla, deseemos no sentir nada. Entonces somos pobres de espíritu.
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