Nadie enciende una lámpara y la tapa con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la pone en el candelero para que los que entran vean la luz.
Ha explicado a los discípulos la parábola del sembrador después de haberles dicho que solo a ellos se les ha dado conocer los misterios del Reino. Por eso, cuando ahora Jesús habla de lámparas, se está refiriendo a los que tenemos la luz de la fe. De hecho, el texto paralelo de Mateo continúa así: Brille así vuestra luz delante de los hombres (Mt 5, 16). El Papa Francisco comenta: Un cristiano es un testigo. De hecho, un cristiano no puede sino mostrar la luz que lleva dentro.
El Evangelio de hoy se presta a otra interpretación: la de contemplar a Jesús como Lámpara de lámparas: Yo soy la luz del mundo (Jn 8, 12). Y entonces nos cuestionamos lo del candelero y llegamos a entenderlo mejor. Porque, por una parte, Él no se empeñó demasiado en hacerse visible viviendo escondido en un desconocido rincón de aquel gran imperio romano. Por otra parte, al final de su vida sí que se puso en el candelero; pero el más insospechado de los candeleros: el de la cruz. Su luz brilla desde lo alto de la cruz. Una luz que elimina toda oscuridad: Entonces el príncipe de este mundo será expulsado. Cuando yo sea elevado de la tierra, atraeré a todos hacia mí (Jn 12, 32).
Al final de los tiempos, la Lámpara de todas las lámparas brillará con tal esplendor que al nombre de Jesús toda rodilla se doblará en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confesará para gloria de Dios Padre: ¡Jesucristo es Señor! (Flp 2, 10-11).
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