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26/01/2024 Santos Timoteo y Tito (Mc 4, 26-34)

El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo.

Son muchas las parábolas en las que el Reino de Dios es comparado a una semilla. Cuando escuchamos una, tengamos en mente las demás; cada una subraya una característica de la semilla. El Reino de Dios entra en el campo del mundo, crece y se desarrolla por sí mismo, con esa fuerza misteriosa que lleva en su ADN. No depende tanto de la obra del hombre, sino que es sobre todo expresión del poder y de la bondad de Dios, de la fuerza del Espíritu Santo que lleva adelante la vida cristiana en el Pueblo de Dios (Papa Francisco).

La parábola es una invitación a confiar menos en nuestros esfuerzos para confiar más en la acción de Dios. Al fin y al cabo, como diría Teresa de Ávila, la pobre alma, aunque quiera, no puede lo que querría, ni puede nada sin que se lo den… Y es harto boba de fatigarse; porque, aunque haga lo que es en sí, ¿qué podemos pagar los que no tenemos qué dar si no lo recibimos?

¿Qué diríamos del labrador que acudiese al campo con frecuencia para estirar la brizna que brota de la tierra pensando acelerar el crecimiento? Tenemos que saber esperar pacientes, como el dueño del campo de trigo invadido por la cizaña. Al final, todo acabará bien: cuando, llegada la plenitud de los tiempos, todo tenga a Cristo por cabeza (Ef 1, 10). Mientras esperamos esa plenitud de los tiempos, vivamos convencidos, desde la fe, de que todo está bien, de que todo está en proceso.

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