Al verlo le adoraron; algunos sin embargo dudaron.
El último encuentro, la última aparición del Resucitado a los discípulos, tiene lugar en Galilea, tal como lo había ordenado a las mujeres. Pero todavía hay algunos que dudan. Pero eso no parece importarle a Jesús. Y, sin más sermones, fiado del Espíritu, envía a todos: Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes… No da importancia a la poca fe de algunos discípulos porque sabe que su limitaciones no condicionarán la tarea del Espíritu, ni afectarán a la cosecha final, cuando todo tendrá a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra (Ef 1, 10).
Bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Dios es Trinidad porque es Amor. No nos acercamos al misterio del Dios-Trinidad como a un misterio abstracto e inalcanzable porque no podemos comprenderlo con la razón. Nos acercamos al misterio del Dios-Trinidad como a un misterio en el que vivimos inmersos como el bebé en el seno de su madre. Al conocimiento del Dios-Amor, del Dios-Trinidad, se llega con el corazón, no con la cabeza.
Cuando hagamos la señal de la cruz, sintámonos bendecidos por la Trinidad. Por el Padre que amó tanto al mundo que nos dio a su Hijo, y por eso nuestra confianza es más fuerte que cualquier adversidad. Por el Hijo que nos amó hasta el extremo de la cruz, y por eso sabemos que nada ni nadie podrá separarnos de su amor. Por el Espíritu que ha sido derramado en nuestros corazones, y por eso podemos exclamar: Abbá, Papá.
Con santa Isabel de la Trinidad, oramos: ¡Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, hasta que vaya a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas.
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