¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen hermosos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia!
Son imprecaciones muy duras. Tanto que decidimos en seguida que no nos atañen. Y nos equivocamos; porque en todos nosotros se esconde, con mayor o menor disimulo, un fariseo. El fariseo de todos los tiempos tiene en su ADN una conducta externa honrada; suele ser exigente con los demás más que consigo mismo; no acepta o no se encuentra cómodo con sus debilidades; se muestra seguro de sí mismo. ¿Quién puede decir que no sabe de estas cosas?
Con lo cual atestiguáis contra vosotros mismos que sois hijos de los que mataron a los profetas.
El profeta nada contracorriente. Resulta incómodo para quienes han apagado la chispa del profetismo que debe brillar en todo creyente. Resulta incómodo para los instalados en el inmovilismo o la complacencia. El Papa Francisco escribe: A la aristocracia del templo se le hizo inaguantable la existencia de Jesús por el estilo de vida que propugnaba, su cuestionamiento del poder, la novedad del Dios que anuncia y revela con sus prácticas, y su opción por los más pequeños.
No dudemos en aceptar estas imprecaciones de Jesús como dirigidas también a nosotros. Nos vienen especialmente bien sobre todo cuando, en nombre de la ley o del templo, ignoramos las exigencias más profundas del seguimiento de Jesús; exigencias que se resumen en el mandamiento del amor: En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros (Jn 13, 35).
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