En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos; haced y cumplid todo lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen.
Ni seamos como ellos. Jesús, que parece no inmutarse ante otros pecados humanos, como que pierde la compostura cuando se encuentra con quienes se creen mejores que otros. Es cosa muy humana el gustar del reconocimiento y del aprecio, pero no podemos permitir que nuestra vidas sean guiadas por la vanagloria. Si queremos formar parte del círculo de Jesús, si queremos entrar en el Reino de los cielos, tenemos que hacernos como niños, asumiendo limitaciones y aceptando dependencias. Solamente así derribamos las barreras de la soberbia y podemos relacionarnos con nuestros prójimos en verdadera fraternidad. Amamos a los demás si nos ponemos a su servicio, aunque no lo sintamos, aunque lo hagamos a regañadientes.
Un verdadero cristiano se siente cómodo con sus fragilidades. Santa Teresita decía a una amiga: Ama tu impotencia. Seguía los pasos de san Pablo: Me complazco en mis flaquezas (2 Cor 12, 10). La propuesta de Jesús es que vivamos humildemente, es decir, en la verdad de lo que somos, sabedores de lo queridos que somos y abandonados en los brazos de Abbá. Así es cómo hacemos nuestra la conocida frase de Juliana de Norwich: Todo está bien. Claro que sí. Valemos más que muchos gorriones y hasta los cabellos de nuestra cabeza están contados (Lc 12, 7).
El Papa Francisco comenta: Todos somos hermanos y no debemos de ninguna manera dominar a los otros y mirarlos desde arriba. No debemos considerarnos superiores a los otros; la modestia es esencial para una existencia que quiere ser conforme a la enseñanza de Jesús.
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