Cuando el Hijo del Hombre llegue con majestad, acompañado de todos sus ángeles, se sentará en su trono de gloria y ante él comparecerán todas las naciones.
Majestuosa la escena que presenta Jesús en esta parábola del juicio final. San Pablo, prescindiendo de parábolas, también nos habla del final de los tiempos en términos muy solemnes: En la plenitud de los tiempos, hará que todo tenga a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra… Todo lo ha sometido bajo sus pies, lo ha nombrado cabeza suprema de la Iglesia, que es su cuerpo y se llena del que llena de todo a todos (Ef 1, 10-23). La Iglesia es la humanidad redimida (Santa Teresa Benedicta de la Cruz). Esa, la humanidad entera, es la Iglesia en su sentido más amplio y verdadero, porque la misericordia se rÃe del juicio (Sant 2, 13). En verdad, somos salvados por la fe. Pero esa misma fe, si auténtica, produce los frutos del amor y fraternidad universales.
Hay momentos en que Jesús se nos presenta a los piadosos como un irreverente iconoclasta. En esta parábola, los ejercicios de piedad y culto brillan por su ausencia. En la parábola del buen samaritano va más lejos: llega a ridiculizar al piadoso levita y al eminente sacerdote. Su mandamiento, el mandamiento del amor, es el mismo para todos, creyentes y no creyentes. El amor al prójimo es el único criterio de juicio. ¿Es que la fe y la piedad no cuentan? Sà que cuentan; porque, como dirÃa santa Teresita, por la fe y la confianza alcanzamos el amor. Pero el peligro está en que podemos engañarnos fácilmente buscando a Jesús en la comodidad de calladas capillas y cálidos ejercicios de piedad, cuando Él quiere ser encontrado y servido en los incómodos prójimos: Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1 Jn 4, 20).