Tanto tiempo llevo con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre.
Recordemos que Felipe fue uno de los primeros en ser llamados. Y que, de inmediato, quedó encandilado por Jesús. Tanto fue su fervor que le faltó tiempo para ir en busca de su amigo Natanael y llevarle a Jesús diciéndole: Hemos encontrado al que describen Moisés en la ley y los profetas: Jesús, hijo de José, natural de Nazaret (Jn 1, 45). Pero lo sorprendente es que, a pesar de su fervor, Jesús seguía siendo un extraño para Felipe.
Lo mismo sucede hoy entre cristianos fervorosos. Es que no es sencillo pasar de una fe infantil, la fe que depende de lo que sentimos y a la que estamos fuertemente apegados, a una fe adulta que no depende ya de lo que sentimos. Así se lo dijo Jesús a Tomás: Dichosos los que crean sin haber visto (Jn 20, 29).
Felipe, el fervoroso discípulo de Jesús, continuaba creyendo en el Dios de sus padres: el Dios infinito y todopoderoso encumbrado sobre las nubes del cielo. Ahora le toca desaprender lo aprendido; le toca aprender que ese Dios inconmensurable está ahí, ante sus ojos, en este Jesús de Nazaret de carne y hueso. Tiene que aprender que para conocer mejor a Dios necesita conocer mejor a Jesús.
Nosotros, los Felipes del tercer milenio, tenemos que aprender también a conocer a Jesús. ¿Cómo? Haciendo de los Evangelios la fuente de nuestra oración. De no ser así, la vida cristiana puede presumir de un superávit de piedad, y puede padecer un defícit de Evangelio. Y esto se traduce en una vida cristiana egocéntrica, poco centrada en Jesús.
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