Un hombre tenía dos hijos.
Con estas mismas palabras comienza la parábola del hijo pródigo (Lc 15 11). Y, desde luego, hay un gran paralelismo entre las dos parábolas en lo referente a la conducta de los hijos. En la parábola de hoy uno dice que sí, pero no va a la viña; el otro dice que no, pero sí va a la viña. En la del pródigo, el mayor es obediente, pero no entra en la sala del banquete; el menor, insolente y rebelde, sí entrará a la sala del banquete.
La dos parábolas de los dos hijos las dirige Jesús a quienes parecen, o parecemos, buenos. Nos coloca frente a quienes parecen malos, y nos dice: En verdad os digo que los publicanos y las prostitutas llegan antes que vosotros al Reino de Dios. El pecado de publicanos y prostitutas era conocido por todos. Por el contrario, los fariseos y escribas parecían gente muy correcta. Pero Dios se lamenta: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí (Mt 15, 8). Las crudas palabras de Jesús poniendo a publicanos y prostitutas por delante son válidas también para nosotros si nuestras obras no coinciden con nuestra fe; si somos cristianos de mucha iglesia y de mucho rezar, pero de poco compromiso con la solidaridad y con la misericordia hacia los más necesitados.
La parábola de hoy no nos explica por qué el hijo rebelde cambió de opinión y acabó trabajando en la viña. Lo que sí es evidente es que el dueño de la viña, igual que el padre del pródigo, supo esperar y al final aprobó la conducta del hijo rebelde. Para el Padre de todos, ningún corazón humano está clasificado como sin solución posible. El Padre de todos siempre espera; a todos. Porque, como dice San Pablo a su discípulo Timoteo, Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4).