Convocó a los Doce y les confirió poder y autoridad sobre todos los demonios y para sanar enfermedades. Y los envió a proclamar el reino de Dios y a sanar enfermos.
No están preparados para la misión. Les falta la experiencia de la cruz y de la resurrección; les sobran ambiciones. ¿Proclamaban el reino o arengaban a la gente a ser buenos? Para hacer sermones moralizantes no es necesario Jesús; lo sabemos sin Él. Proclamar el reino es proclamarle a Él, el Salvador. De todos modos, Jesús les envía. Como entonces, así ahora. Todo cristiano, aunque poco preparado, es enviado a proclamar el reino y a sanar los males que afligen a quienes nos rodean.
No llevéis nada para el camino: ni bastón ni alforja, ni pan ni dinero, ni dos túnicas.
Y ellos se pusieron en camino. No aprobarían un examen de teología pastoral, pero se fían de quien les envía; y eso es suficiente. Lo demás lo suple el Espíritu que les acompaña. Eso sí; no cuestionan las órdenes tan radicales de Jesús y caminan ligeros de equipaje.
¡Qué fácil encontrar razones para desradicalizar las órdenes de Jesús! Razones de peso, como la eficacia o el sentido común. Y nos ponemos en camino bien pertrechados de poderosos medios o instrumentos humanos. No acabamos de entender que no es posible encontrar a Dios o a los prójimos cómodamente instalados en oficinas bien organizadas. Un apóstol actual de los migrantes dice: La iglesia que yo sueño, y que este Papa representa, es incómoda.
Lo nuestro es proclamar y sanar; llenar de luz y esperanza los corazones de quienes nos ven y oyen. ¿Por qué no acabamos de entender que solamente llegamos a Dios y a los prójimos desde la precariedad?
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