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27/10/2024 Domingo 30 (Mc 10, 46-52)

Cuando salía de Jericó con sus discípulos y un gentío considerable, Bartimeo, hijo de Timeo, un mendigo ciego, estaba sentado a la vera del camino.

Es la última etapa de su viaje. Jesús sale de Jericó camino de Jerusalén y de su pasión. Es también la última curación en el Evangelio de Marcos. A lo largo del camino, los discípulos han dado muestras de su torpeza para entender a Jesús y también de su aversión al camino de la cruz. Por eso que este milagro de la curación de Bartimeo, el mendigo ciego, está cargado de simbolismo. Porque todos estamos necesitados de que Jesús nos abra los ojos para, como Bartimeo, seguirle por el camino; para no sentarnos a la vera del camino, instalados en una religiosidad monótona, sin vitalidad, aferrada al pasado. Bartimeo es un buen espejo en el que mirarnos todos los que vivimos sentados. Los que, por la razón que sea, la costumbre, la rutina, la comodidad, nos hemos instalado y hemos dejado de caminar y hemos perdido la visión y la verdadera perspectiva de la vida.

Los discípulos van a necesitar, vamos a necesitar, mucha luz para comprender lo que está a punto de suceder en Jerusalén. Para eso nos viene bien apropiarnos y repetir con frecuencia las dos plegarias de Bartimeo. La primera: Jesús, compadécete de mí. La segunda: Maestro, que vea. Repetirlas, sobre todo, cuando no entendemos las maneras de actuar de Dios, a veces tan incomprensibles. Todos nos vemos sumidos, a veces, en la ceguera de la incredulidad; pero estamos llamados a vivir en la luz de la fe. Como Bartimeo, gritemos hasta hacernos escuchar. Y cuando nos acerquemos a Jesús escucharemos su alentadora pregunta: ¿Qué quieres que te haga? 

El Papa Francisco dice que a Jesús que todo lo puede, se le pide todo. Él está impaciente por derramar su gracia y su alegría en nuestros corazones, pero lamentablemente somos nosotros los que mantenemos las distancias por timidez o por incredulidad.

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