Dicho esto, sopló y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.
Así describe Juan su propio Pentecostés, su vivencia personal de la efusión del Espíritu Santo. Lucas, que no era del grupo de los Doce, nos ha descrito en la primera lectura su propia experiencia: De repente vino del cielo un ruido como una impetuosa ráfaga de viento, que llenó toda la casa en la que se encontraban (Hechos 2, 2). Ya había dicho Jesús que el viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3, 8). Cada creyente tiene su propio Pentecostés.
No es posible el conocimiento directo del Espíritu; lo conocemos por sus frutos. El agraciado con su Pentecostés personal ve cómo el Espíritu destruye la inercia de la rutina y de la pasividad; ve cómo el Espíritu desmantela la resignación ante el mal personal o colectivo; ve cómo el Espíritu abre las puertas del corazón, liberando de miedos y recelos, tal como había prometido Jesús: Os dejo la paz, mi paz os doy (Jn 14, 27). El Espíritu abre panoramas amplios haciendo que el agraciado viva despreocupado de sí mismo y orientado hacia los demás.
Al producirse aquel ruido la gente se congregó y se llenó de estupor, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua.
El Espíritu crea la unidad en la diversidad. Nos regala el don de la comprensión de modo que cada uno entiende la Palabra en su propia circunstancia de tiempo, lugar o cultura.
Así describe el Papa Francisco lo que el Espíritu significó para aquellos discípulos y lo que el Espíritu puede significar para nosotros: Lo habían visto resucitado y habían comido con Él. Pero no habían superado dudas y temores. Mantenían las puertas cerradas. Hasta la Ascensión, esperaban un Reino de Dios terreno. Ahora, con el Espíritu, todo cambia. El Espíritu no les facilitó la vida, no eliminó problemas y adversarios, pero trajo a su vida una armonía que les faltaba, porque el Espíritu es armonía.
Comments