Pedro le dijo: Mira, nosotros hemos dejado todo y te hemos seguido.
Mateo, más explícito que Marcos, añade: ¿Qué recibiremos pues? Pedro, fervoroso discípulo de Jesús, está todavía lejos, muy lejos, de entender que el seguimiento y el amor, para ser verdaderos, deben ser desinteresados. El discípulo está llamado a decrecer en egoísmo narcisista, aunque sea de tipo espiritual, para crecer en fraternidad.
Jesús no corrige a Pedro; al contrario, parece dejarle satisfecho: Os aseguro que todo el que deje casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campos por mí y por la Buena Noticia ha de recibir en esta vida cien veces más en casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y campos, con persecuciones, y en el mundo futuro vida eterna.
Hay algo que desentona de todo lo demás: las persecuciones. El discípulo no debe pensar que el discipulado le va a solucionar todos los problemas. El discípulo está llamado a edificar su vida sobre valores diferentes a los de la sangre o la afinidad. El descubrimiento del tesoro conduce a desprenderse alegremente de todo lo que antes tenía valor. El discípulo hace suyas las palabras de Pablo: Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor (Flp 3, 8).
La gratuidad en el seguimiento de Jesús es la respuesta a la gratuidad del amor y salvación que nos da Él. Cuando se quiere estar con Jesús y con el mundo, con la pobreza y con la riqueza, surge un cristianismo a medias, que busca la ganancia material: es el espíritu de la mundanidad. Y ese cristiano, decía el profeta Elías, cojea con ambas piernas, pues no sabe lo que quiere (Papa Francisco).
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