Guardaos de los falsos profetas que se os acercan disfrazados de ovejas y por dentro son lobos rapaces.
Debieron ser muchos los falsos profetas que enturbiaban la vida de las primeras comunidades cristianas. San Pedro, en su segunda carta escrita en torno al año 75, dice: Habrá entre vosotros falsos maestros… El camino de la verdad será denigrado. Por codicia abusarán de vosotros con discursos amañados (2 P 2, 1-3). El mismo Jesús nos alerta: ¡Cuidado!, que nadie os engañe, pues muchos se presentarán en mi nombre diciendo que son el Mesías y engañarán a muchos (Mt 24, 5).
Por sus frutos los reconoceréis.
Hay frutos, como la eficacia o el reconocimiento, que son de nuestro agrado pero no del agrado de Jesús; son frutos malos. Hay otros frutos, como el desprendimiento o el anonimato, que agradan a Jesús pero a nosotros nos producen náuseas; son frutos buenos. Los frutos buenos producen paz en nosotros y en nuestro entorno; los malos, tensiones y desasosiegos.
Jesús quiere que nosotros, sus discípulos, seamos reconocidos por el mejor de los frutos: el amor. El amor desinteresado que comienza por los prójimos más frágiles, y el amor universal que incluye a nuestros enemigos.
¿Cómo producir el mejor de los frutos? Nos lo dijo Él en la sobremesa de la última cena: El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada (Jn 15, 5). San Pablo lo sabía muy bien al saberse vendido al poder del pecado, capaz de hacer lo aborrecible e incapaz de hacer lo deseable (Rm 7). Los buenos frutos son obra del Señor. La confianza en Él debe ser más fuerte que la desconfianza en mí mismo.
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