¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de Dios! Ni entráis vosotros, ni dejáis entrar a los que quieren.
Es la primera de una larga serie de lamentaciones. Jesús se queja de la pedantería de la religiosidad farisea. Todas estas lamentaciones comienzan con el mismo estribillo: ¡Ay de vosotros…! No tenemos que verlas tanto como acusaciones contra los fariseos contemporáneos de Jesús, sino como advertencias ante el peligro de un cristianismo opaco viviendo centrados en lo nuestro y, por tanto, ajenos a la transparencia, a la universalidad y a la gratuidad.
El peligro es muy real. Todos podemos caer en los mismos errores, convencidos de caminar por la senda correcta. Todos podemos hacer del seguimiento de Jesús algo opresivo y asfixiante.
Hoy hacemos memoria de san Agustín. A través de una juventud turbulenta y de una época de búsqueda obsesiva de la verdad, el Señor le fue atrayendo, como a la Samaritana, a sí mismo. Y su sed quedó saciada: ¡Tardé en amarte! Y eso que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y te buscaba fuera. El gozoso encuentro con Jesús hace que Agustín no tenga ya tiempo para sí mismo, ni se distraiga con cosas secundarias. Así es cómo llega a decirnos: Ama y haz lo que quieras. Agustín es pura transparencia con Dios y con todos; lo vemos en su libro Confesiones.
La manera mejor de discernir si caminamos por la senda de la verdad como Agustín, o por la senda de la mentira como los fariseos, es la de tener como punto de referencia no el Jesús de la propia intimidad, siempre propensa al subjetivismo, sino el Jesús del Evangelio. ¿Habrá mejor maestro de Evangelio que Agustín?
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