Cuando se hizo de día, llamó a los discípulos, eligió entre ellos a doce y los llamó apóstoles.
Habían pasado mucho tiempo juntos. Lo suficiente para conocer bien a todos ellos. De todos modos, antes de algo tan transcendental como la elección de los doce, Jesús pasa la noche entera en oración. Cabría esperar que los elegidos fuesen personas ideales, pero nada más lejos de la realidad. En ellos brillan la torpeza para entender a Jesús y las ambiciones personales. Además, llegado el momento crítico uno le traicionará y los demás le abandonarán. ¿Se equivocó Jesús? Humanamente hablando, sí. Tendríamos toda la razón para achacarle su pobre discernimiento a la hora de elegir a sus apóstoles. Pero Jesús no se equivocó en su elección. Las cosas de los hombres son cosas de Dios, y Dios las quiere así. Evocamos las palabras de Jesús: Yo te bendigo, Padre, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños (Mt 11, 25). Y las de Pablo: Mirad, hermanos, quiénes habéis sido llamados. No hay muchos sabios según la carne. Ha escogido Dios a los débiles del mundo para confundir a los fuertes (1 Cor 1, 26-27).
Bajó con ellos y se detuvo en un llano, donde había un gran número de discípulos y gran muchedumbre del pueblo.
Los doce, según escuchaban sus nombres, habían subido para encontrarse con Él en la montaña, el lugar preferido por Dios para encontrarse con los hombres. Después del encuentro, bajan con Jesús al llano para encontrarse y confundirse con la humanidad; es el modo de vida del creyente. Sin la experiencia de la oscuridad de la noche, no será posible la experiencia de Dios en la montaña, ni será posible irradiarla.
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