Un grito se oye en Ramá, llanto y lamentos grandes; es Raquel que llora a sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven.
La celebración de hoy es un ultraje a la razón. Como lo son las muertes de tantos inocentes en nuestros días. Como lo es la muerte de Jesús en la cruz. Porque, ¿cómo puede Dios permitir tanta barbarie? Y, ¿por qué celebrar como mártires a unos bebés víctimas inconscientes de la insensatez de los mayores? ¿No tendríamos que celebrar de igual manera a los eliminados en el vientre materno? Los niños inocentes de Belén representan a tantos otros que son sacrificados por tiranos o por sus propios progenitores.
La celebración de hoy queda fuera de los dominios de la razón y nos introduce en los dominios exclusivos de la fe: ¡Qué insondables sus decisiones, qué incomprensibles sus caminos! ¿Quién conoce la mente de Dios? De Él, por Él, para Él existe todo. A Él la gloria por los siglos. Amén (Rm 11, 33-35).
Un santo del siglo V escribe: Sin saberlo, estos párvulos mueren ya por Cristo; Cristo convierte en testigos adecuados suyos a los infantes que aún no hablan. Sus miembros aún no pueden sostener un combate, y ya llevan la palma de la victoria.
José se adelantó a Herodes: Se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se retiró a Egipto. Su vida interior, iluminada por la Palabra de Dios, le proporciona una visión que trasciende espacios y tiempos. José toma en primer lugar al niño; luego a la madre. El niño es lo primero, el centro de todo. Después de Él, todo lo demás; también su madre.