Santa Catalina de Siena (1347-1380), doctora de la Iglesia y copatrona de Europa, es una de esas personas extraordinarias que el Señor suscita en su Iglesia para irradiar Evangelio desde la experiencia personal que le ha sido dada.
Le dice Judas, no el Iscariote: Señor, ¿qué pasa para que te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo?
¿Por qué unos creemos y otros no? La respuesta es cosa de Dios: Dios le concedió la gracia de manifestarse no a todo el pueblo, sino a los testigos que había escogido de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de entre los muertos (Hechos 10, 41).
Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él.
Estas palabras podrían llevarnos a pensar que amando a Dios nos hacemos acreedores de su amor. Es una conclusión equivocada: En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados (1 Jn 4, 10). Y san Pablo: La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros (Rm 5, 8).
El mensaje de Jesús es Buena Noticia por la gratuidad, la perla más preciosa de la religión cristiana. Sin esta perla el cristianismo sería una religión más. El amor de Dios no depende de nuestro amor. Por eso que la tarea del cristiano consiste en progresar, no tanto en cumplir mandamientos y alcanzar virtudes, sino en descubrir el amor de Dios por nosotros; amor llevado hasta el extremo de la cruz. Este progresivo descubrimiento se va poniendo de manifiesto en el amor a los prójimos.
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