Cuando se puso en camino, llegó uno corriendo, se arrodilló ante Él y le preguntó: Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar vida eterna?
El Evangelista Mateo nos dice que era un hombre joven. Buena persona, responsable, con inquietudes sanas. Viene corriendo. Tiene prisa. Cree que Jesús puede resolver el problema que le está quitando el sueño últimamente: el de su futuro, el de su salvación. Como es rico, está convencido de que también eso tiene un precio y está dispuesto a pagarlo, cueste lo que cueste. O eso cree él. Pero el caso es que, concluida la entrevista con Jesús, se marchó entristecido, porque tenía muchos bienes.
Jesús le ha pedido que lo deje todo, que venda todas sus riquezas. Dice el Papa Francisco que quienes viven apegados a los propios poderes, a las propias riquezas, se creen en el paraíso. Están cerrados, no tienen horizontes, no tienen esperanza. Al final tendrán que dejarlo todo.
Entendamos bien que hablar de riquezas es hablar de todo aquello, material o inmaterial, que consideramos propio y en lo que confiamos: cualidades, inteligencia, proyectos, fuerza de voluntad, posesiones, dinero…
Jesús lo miró con cariño y le dijo: Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes…
Cuesta compaginar el cariño de su mirada con la radicalidad de sus palabras. ¿No habría estado mejor una acogida más afectuosa y menos exigente? Una vez emprendido el camino del seguimiento, Jesús es de lo más comprensivo y afectuoso con quienes le seguimos; incluso cuando le traicionamos. Pero en el momento de ofrecer su programa de seguimiento quiere que lo tengamos claro: Ven y sígueme. Olvidándote de todo; también de ti mismo. Con tus manos vacías. Poniendo los ojos solo en Él.
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