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29/05/2024 Miércoles 8º (Mc 10, 32-45)

Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: Maestro, queremos que nos concedas lo que te vamos a pedir.

Marcos habla solo de los dos hermanos, Santiago y Juan. Mateo dice que fue la madre, Salomé, quien se acercó a Jesús con sus dos hijos, para pedirle algo (Mt 20, 20). Está claro que todos los discípulos, tanto ellos como ellas, esperaban honores y prebendas cuando Jesús ocupase el trono de su ancestro David, cosa que creían inminente. Esas ambiciones perduraron incluso más allá de la cruz y resurrección: Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar la soberanía de Israel? (Hechos 1, 6). Solamente el Espíritu conseguirá limpiar aquellos corazones y abrir aquellos ojos: Cuando venga Él, el Espíritu de la Verdad, os guiará hasta la Verdad plena (Jn 16, 13).

¿Sois capaces de beber la copa que yo he de beber?

Santiago y Juan responden que sí, pero no tienen la más remota idea de lo que dicen. Jesús les asegura que sí, que beberán su misma copa. Se lo asegura porque sabe que para ellos, como para Él, la cruz es el único camino para la gloria.

No será así entre vosotros; más bien, quien entre vosotros quiera llegar a ser grande que se haga vuestro servidor. 

Aquellos discípulos, aparentemente fervorosos seguidores de Jesús, le siguen por interés egoísta y triunfalista. El Papa Francisco dice: El triunfalismo en la Iglesia paraliza a la Iglesia. Una Iglesia que se contentara con estar bien organizada sería una Iglesia que solo piensa en los triunfos, en el éxito. No es ese el estilo de Jesús. Para Jesús el triunfo pasa por el fracaso, el fracaso de la cruz. El triunfalismo es una tentación que todos nosotros tenemos.

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