Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta Piedra construiré mi Iglesia, y el imperio de la muerte no la vencerá.
La Iglesia de Jesús está construida sobre la roca de los apóstoles, pero la fortaleza de esta roca no es cosa de ellos, sino en Jesús. El seguimiento de Jesús en Pedro es tan entusiasta como frágil; es el Señor quien garantiza su firmeza: Yo he rezado por ti para que no falle tu fe. Y tú, una vez convertido, fortalece a tus hermanos (Lc 22, 32).
Pablo, desde aquel decisivo momento en el camino de Damasco, es muy consciente de que todo el protagonismo de su vida es cosa de Dios: Cuando Dios me apartó desde el vientre materno y me llamó por puro favor, tuvo a bien revelarme a su Hijo para que yo lo anunciara a los paganos (Gal 1, 15).
Los dos grandes apóstoles nos estimulan tanto con sus luces como con sus sombras. Son temperamentos muy distintos; a veces, opuestos. Habrá momentos de gran tensión entre ellos, como cuando Pablo reprocha a Pedro en público: ¿cómo obligas a los paganos a vivir como judíos? (Gal 2, 14). Pedro es más conservador; Pablo más revolucionario. Ni Pedro ni Pablo son roca firme. Nadie lo es. Más bien, todos somos como arenas movedizas. Pero la arena, cuando bien amalgamada con el cemento que es Jesús, se convierte en cimiento sólido de una casa que se mantiene firme entre vientos y mareas. Los dos, Pedro y Pablo, nos invitan a vivir nuestras diferencias desde la serenidad de la fe.
El Papa Francisco comenta: La Iglesia mira hoy a estos dos gigantes de la fe y ve a dos Apóstoles que liberaron la fuerza del Evangelio en el mundo, solo porque antes fueron liberados por su encuentro con Cristo. Jesús hace lo mismo con nosotros: nos asegura su cercanía rezando por nosotros e intercediendo ante el Padre, y nos reprende con dulzura cuando nos equivocamos, para que podamos encontrar la fuerza de levantarnos y reanudar el camino.
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