Éste fue y lo decapitó en la prisión, trajo en una bandeja la cabeza y se la entregó a la muchacha; y ella se la entregó a su madre.
La muchacha, según el historiador judeorromano Flavio Josefo, se llama Salomé. Jesús había dicho sobre el Bautista: Os aseguro que de los nacidos de mujer no ha surgido aún alguien mayor que Juan el Bautista (Mt 11, 11). El más grande, dice el Papa Francisco, terminó así. Juan lo sabía. Sabía que debía aniquilarse. Lo había dicho desde el inicio, hablando de Jesús: Él debe crecer, yo, en cambio, disminuir. Y disminuyó hasta la muerte. Lo hizo ver a los primeros discípulos y después su luz se fue apagando poco a poco, hasta la oscuridad de aquella prisión donde fue decapitado en medio de la mayor soledad.
A pesar de que Juan le ha reprochado su mala conducta, Herodes respeta a Juan: sabiendo que era hombre honrado y santo, lo protegía. Hacía muchas cosas aconsejado por él y lo escuchaba con agrado. Pero es un hombre sin consistencia personal; un títere que depende de lo que piensan los que tiene alrededor.
El Bautista sí es un hombre cabal. Ha esperado la llegada del Mesías como nadie antes que él, y lo ha anunciado a sus discípulos. Y, sin embargo, al final de su vida se ve inmerso en la oscuridad y en las dudas. Desde la cárcel envía unos discípulos a preguntar a Jesús: ¿Eres tú el que ha de venir o debemos esperar otro? (Mc 11, 3). Juan es precursor de Jesús tanto en su vida como en su muerte. La muerte de Juan es un anticipo de la de Jesús.
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