El Reino de Dios se parece a una semilla de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto… Se parece a la levadura que una mujer toma y mezcla con tres medidas de masa, hasta que todo fermenta.
Hasta que todo fermenta. En verdad, el final será apoteósico: Porque, llegada la plenitud de los tiempos, todo tendrá a Cristo por cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra (Ef 1, 10). Y, cuando hayan sido sometidas a Él todas las cosas, entonces también el Hijo se someterá a Aquel que ha sometido a Él todas las cosas, para que Dios sea todo en todos (1 Cor 15, 28). Jesús está seguro de esto y quiera inculcar esta seguridad en el pequeño y desconcertado grupo de sus seguidores.
Un final apoteósico, sí; pero unos principios humildes, muy humildes. Casi insignificantes. Como la diminuta semilla de mostaza o el pellizco de levadura. Nunca deja de sorprendernos la predilección de Dios por lo pequeño y lo sencillo. A quienes hemos vivido tiempos de cristiandad nos cuesta más congratularnos ante nuestra insignificancia actual. Como nos cuesta congratularnos, como Pablo, ante la propia debilidad (2 Cor 12, 9).
Recordemos que el Señor de nuestras vidas murió sin ver fruto alguno de su misión. Recordemos también que no debemos confundir el Reino de Dios con ninguna institución humana.
La semilla, para ser fecunda, pierde su identidad y se convierte en otra cosa mucho más grande. El Reino de Dios está en camino hacia la plenitud. Se hace todos los días, con la docilidad ante el Espíritu Santo, que es el que une nuestra pequeña levadura o la pequeña semilla a la fuerza, y los transforma para crecer (Papa Francisco).
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