Antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, os llevarán a las sinagogas y las cárceles, os conducirán ante reyes y magistrados a causa de mi nombre.
Durante toda esta última semana del año litúrgico escuchamos el discurso de Jesús sobre la destrucción de Jerusalén y del mundo; a veces no será fácil diferenciarlas. Tampoco es necesario, porque la primera prefigura la segunda. La destrucción de Jerusalén significa el fin de la Antigua Alianza; Jesús ha inaugurado la Nueva. Esto mismo se repetirá al final de los tiempos, con la segunda venida de Jesús. Asà lo ve san Pablo: Después vendrá el fin, cuando Cristo entregue el reino a Dios Padre y acabe con todo principado, autoridad y poder. Pues Él tiene que reinar hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies; el último enemigo en ser destruido es la muerte. Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies. Mas cuando dice que todo está sometido, es evidente que se excluye a Aquel que ha sometido a Él todas las cosas (1 Cor 15, 24-27).
El discurso nos dice, en lenguaje parabólico y apocalÃptico, que a todos nos toca, de una u otra manera, pasarlo mal; a veces, muy mal. Lo de menos es quién es el causante de nuestro sufrimiento; si amigo o enemigo. Lo de más es la ineludible necesidad que todos tenemos de una radical purificación; purificación que pasa por el sufrimiento: Asà como el metal es refinado por el fuego, nuestra vida es probada por el fuego, con el fin de que la fuerza de nuestra virtud se manifieste en los combates (San Ambrosio). La mejor actitud para afrontar la cruz es la de ver en ella el dedo de Dios; y abandonarnos en sus manos.