Aquel día, al atardecer, les dijo: Pasemos a la otra orilla.
Es como una parábola de la vida: Pasemos a la otra orilla. El camino lo haremos, en todo momento, muy conscientes de que Él nos acompaña. Especialmente conscientes de su presencia y cercanía cuando no nos queda otra que acogernos a Él huyendo, como dice el poeta, de aqueste mar tempestuoso.
Se levantó un viento huracanado, las olas rompían contra la barca que estaba a punto de anegarse.
El Papa Francisco ha aplicado estas palabras a la pandemia que padecemos todos. Todos estamos en la misma barca. Ha desaparecido la seguridad y ha aparecido el miedo. Y no entendemos al Señor que duerme, despreocupado de nuestra suerte. También nosotros, asustados, le despertamos: Maestro, ¿no te importa que naufraguemos?
Se levantó, increpó al viento y ordenó al lago: ¡Calla, enmudece! El viento cesó y sobrevino una gran calma.
Su reacción fue y es inmediata. El momento nos evoca las palabras del salmo: Rodaban y se tambaleaban como borrachos, y no les valía su pericia. Pero gritaron al Señor en su angustia y los libró de la tribulación (Salmo 107, 28).
¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?
¿Por qué Jesús, que tantos milagros hizo, no eliminó el miedo de aquellos discípulos y no elimina los nuestros? ¡Ganaríamos tanto en calidad de vida, disfrutando de la gloriosa libertad de los hijos de Dios! Pero, no; no puede ser. Porque para vernos libres de todo temor es indispensable padecer la tormenta, la noche oscura, la cruz. La verdad nos hace libres. La verdad del amor. La expresión suprema del amor es la cruz.
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