Cuando salía de Jericó con sus discípulos y un gentío considerable, Bartimeo, hijo de Timeo, un mendigo ciego, estaba sentado a la vera del camino.
Bartimeo no es ciego de nacimiento. Cuando Jesús le pregunte qué quiere de Él, dirá: Maestro, que recobre la vista. Bartimeo no es un derrotado, no vive resignado a su suerte. Cuando se le ofrece, en la persona de Jesús, la oportunidad de volver a ver, nada ni nadie le detendrá. Y gritará para hacerse oír. Y gritará más fuerte cuando intenten hacerle callar. Y cuando le digan que Jesús le llama, se desprenderá de su única riqueza, su manto, y se apresurará a acercarse a Jesús. Y no se dará por satisfecho con recobrar la vista, sino que seguirá a Jesús por el camino. Haremos bien en identificarnos con Bartimeo cuando nos veamos apabullados por cualquier tipo de adversidad.
Muchos le reprendían para que se callase.
Quienes rodean a Jesús son, en un primer momento, un serio inconveniente para el pobre Bartimeo. Parecería que hemos sido entrenados para poner trabas a tanto pobre ciego que quiere acercarse a Jesús. Claro que luego nos convertimos en solícitos intermediarios. Jesús nos dice: Llamadlo, y nos acercamos al ciego para decirle: ¡Ánimo, levántate, que te llama! ¡Qué fervorosos y qué torpes podemos llegar a ser! Y ¡cuánta la paciencia de Jesús con nosotros!
El Papa Francisco comenta: La fe es una protesta contra una condición dolorosa de la cual no entendemos la razón; la no fe es limitarse a sufrir una situación a la cual nos hemos adaptado. La fe es la esperanza de ser salvados; la no fe es acostumbrarse al mal que nos oprime y seguir así.
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