El Evangelio del domingo pasado nos mostraba a los discípulos de Jesús presas del pánico en medio de la tormenta. Y veíamos cómo Jesús les echaba en cara su poca fe diciéndoles: ¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?
El Evangelio de hoy nos habla de dos milagros: el de la curación de la mujer que ha sufrido hemorragias durante doce años, y el de la niña muerta con doce años que es devuelta a la vida. En ambos casos, Jesús atribuye el milagro no a sus poderes divinos, sino a la fe de aquella mujer y la del padre de la niña. A la mujer le dice: Hija, tu fe te ha salvado. Y al padre de la niña: No temas; solamente ten fe.
Es grande la insistencia de Jesús en esto de la fe. Insiste en que seamos creyentes, más que en que seamos buenos. Es que Jesús no vino a decirnos qué tenemos que hacer para salvarnos. Jesús vino para salvarnos. Así de sencillo. Si nuestra salvación dependiese de nosotros, de lo buenos o menos buenos que somos, ¿quién podría salvarse? Pero, no; la salvación es cosa suya. San Pablo dice que si la salvación dependiese de nosotros, entonces la muerte de Jesús habría sido inútil (Gal 2, 21).
Imaginemos que tenemos la fe que Jesús pedía a sus discípulos en medio de la tormenta. O que tenemos la fe que Jesús pide al padre de la niña muerta. Nuestra vida sería maravillosa. Viviríamos libres, liberados de nosotros mismos, despreocupados de lo nuestro; liberados para vivir más centrados y entregados a los demás.
Todo el secreto de nuestra vida cristiana radica en la fe, en la confianza. El Papa Francisco dice: Solo la confianza y nada más que la confianza; no hay otro camino por donde podamos ser conducidos al Amor que todo lo da. Con la confianza, el manantial de la gracia desborda en nuestras vidas, el Evangelio se hace carne en nosotros y nos convierte en canales de misericordia para los hermanos.
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