Un sábado estaba enseñando en una sinagoga.
Las prisas no son cosa de Dios. Cuando Dios creó el mundo, lo creó en un estado incipiente, con tiempo por delante para que todo evolucionara. Luego, llegada la plenitud de los tiempos, pasados millones de años, cuando Él quiso, llevó a cabo aquello por lo que todo fue creado: la Encarnación. Porque, como dice Pablo, todo fue creado por Él y para Él, y todo tiene en Él su consistencia (Col 1, 15-17).
De igual manera, sin prisas, se comporta Jesús. Los sábados enseñaba en la sinagoga. ¿Y los demás días de la semana? ¿Y los treinta años de vida oscura en Nazaret sin hacer nada? Nunca le vemos ansioso o intranquilo ante la suerte de tantos y tantas que, antes y después de Él, no sabrán nada de Él. Eso sí, a quienes le seguimos nos pide que, como Él, irradiemos salvación al mundo entero, ocupándonos del bienestar de quienes tenemos cerca.
Se presentó una mujer que llevaba dieciocho años padeciendo por un espíritu. Andaba encorvada, sin poder enderezarse completamente.
Jesús se compadece de ella: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Le impuso las manos y al punto se enderezó y daba gloria a Dios. Hasta ese momento, la vida de aquella buena mujer ha sido triste, incapaz de mirar a los ojos a los demás, capaz solamente de mirarse a sí misma. Ahora se endereza, mira a los demás, y da gloria a Dios. El milagro ilustra perfectamente el poder liberador de Jesús. Él nos libera de toda opresión: física, mental, espiritual. Así, libres de temor, arrancados de la mano de nuestros enemigos, le servimos con santidad y justicia en su presencia todos nuestros días (Lc 1, 74-75). Le servimos en los prójimos.
Comments