Les dice: Venid conmigo y os haré pescadores de hombres. Y ellos, al instante, dejando las redes, le siguieron.
Ellos: los hermanos Pedro y Andrés. Están haciendo lo que saben hacer: pescar. Jesús les pide que le sigan y ellos, sin mediar explicaciones, lo dejan todo y le siguen. Minutos después, la historia se repite en idénticos términos con otros dos hermanos: Santiago y Juan. También ellos lo dejan todo, barca y padre, y le siguen. Probablemente habrÃa otros pescadores en aquella playa, pero Jesús pasó de largo. ¿Por qué a unos sà y a otros no? Porque asà le place. Asà entonces, y asà ahora.
¿Cómo explicar lo sucedido en aquellos encuentros que cambiaron la vida de aquellos hombres? Se lo preguntamos a ellos, pero no saben explicarlo. Mejor dirigirnos a Jesús. En estos encuentros, aparentemente fortuitos, resplandece el señorÃo incontestable de Jesús que no deja lugar al rechazo. Su llamada blanda exige obediencia, mientras el llamado responde convencido de obrar con absoluta libertad.
Andrés comenzó pronto a pescar hombres. El dÃa en que Jesús hizo su entrada mesiánica en Jerusalén, unos griegos querÃan ver a Jesús y fueron conducidos a Él por Andrés y Felipe (Jn 12, 22). Pero también en él, como en todo discÃpulo, la fe llega a su plenitud poco a poco. El dÃa del milagro de los panes, Andrés presenta a Jesús un muchacho con cinco panes y dos peces y no se le ocurre decir otra cosa que: ¿Qué es eso para tantos?
La llamada al seguimiento se llama fe. En esa llamada, en esa fe, el creyente asume el compromiso de ser pescador de hombres. Esto, claro está, conlleva la exigencia de dejar barca y padre; es decir, dejar nuestros espacios de seguridad, nuestras Galileas.