Saliendo de allÃ, se dirigió a su ciudad acompañado de sus discÃpulos. Un sábado se puso a enseñar en la sinagoga.
Estamos en su ciudad, en Nazaret. Otro sábado, semanas antes, habÃa enseñado en la sinagoga de Cafarnaún, donde la gente se asombraba de su enseñanza porque lo hacÃa con autoridad (Mc 1, 22). Hoy, en su ciudad, sus parientes y vecinos se escandalizan a causa de Él.
Resulta fácil comprender el rechazo de las autoridades judÃas, ya que ven en Jesús una amenaza a todo lo que creen y predican. Resulta menos fácil comprender el rechazo de sus propios paisanos que creen conocerle y apreciarle. Jesús, decepcionado y apenado, dirá: A un profeta solo lo desprecian en su tierra, entre sus parientes y en su casa. Esto último sigue siendo cierto también hoy; no es raro ver cristianos piadosos impermeables al mensaje del Evangelio. Muchos bautizados viven como si Cristo no existiera; se repiten los gestos y signos de fe, pero no corresponden a una verdadera adhesión a la persona de Jesús y a su Evangelio (Papa Francisco). Nos debe hacer recapacitar el hecho de que el rechazo más penoso para Jesús provenga de los suyos; y que la razón sea precisamente el creer que le conocÃan bien.
No pudo hacer allà ningún milagro.
La presencia de Jesús en la sinagoga de Nazaret está precedida por una serie de milagros; el último, el de la resurrección de la hija de Jairo. Los nazarenos esperaban algo espectacular. No creen en un Dios que prefiere lo ordinario a lo extraordinario, lo sencillo a lo aparatoso. Jesús les decepciona, y Él se asombraba de su incredulidad.