Entonces María se levantó y se dirigió apresuradamente a la serranía, a un pueblo de Judea. Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.
Nadie se lo había pedido, pero el servicio le brota de un corazón plenamente identificado con la nueva vida que lleva en su seno. Podría haberse quedado en casa para prepararse para el nacimiento de su hijo. En lugar de eso, se preocupa primero de los demás antes que de sí misma, demostrando que ya es una discípula de ese Señor que lleva en su vientre (Papa Francisco).
Además, a María le urge su propia necesidad. Camina aprisa porque necesita la persona amiga con quien compartir su secreto. Sabe que en Isabel encontrará lo que busca. En cuanto se encuentran, Isabel exclama: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? Y a María se le abre el cielo. También ella, llena de Espíritu Santo como Isabel, exclama: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios mi salvador.
María se siente desbordada por la infinita misericordia de Dios volcada sobre su propia nada. Esta asombrosa experiencia de gratuidad hace que el corazón rebose gratitud. Además le hace ver que lo que el Señor ha hecho con ella, lo hará con todos sus hijos e hijas, de generación en generación. El Magnificat de María es un anticipo de las palabras del ángel de Belén a los pastores anunciándoles una gran alegría que lo será para todo el pueblo (Lc 2, 10). Y de las de Jesús en Nazaret proclamando la libertad a los cautivos, y el año de gracia del Señor (Lc 4, 18-19).
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