Al principio ya existía la Palabra y la Palabra se dirigía a Dios, y la Palabra era Dios… Todo existió por pedio de ella, y sin ella nada existió de cuanto existe.
Lucas nos presenta el nacimiento de Jesús con lenguaje de hombres; Juan, con lenguaje de ángeles. Es cosa común en la Escritura personificar conceptos tales como Sabiduría o Palabra. Cuando eso sucede hay que escribir esos términos con mayúscula. Pero, hasta la venida de Jesús, permanecen imprecisos, difíciles de comprender. Pero ahora, con Jesús, se hacen cuerpo visible y tangible. Él es la Sabiduría, Él es la Palabra. Él irá incluso más lejos y se atribuirá a sí mismo términos como Verdad, Vida…
Jesús es la Palabra. Dios no tiene otra. Con Jesús nos lo dice todo. San Juan de la Cruz imagina al Padre celestial diciéndonos esto: Pon los ojos solo en Él, porque en Él te lo tengo todo dicho y revelado, y hallarás en Él aún más de lo que pides y deseas. La humanidad de Jesús no es una mampara que encubre a Dios; es pura transparencia de la divinidad. Esto puede parecernos tan hermoso como utópico. Y, a pesar de lo que decimos creer, continuaremos levantando los ojos al cielo cuando deberíamos encontrarle en la tierra.
La Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Y nosotros contemplamos su gloria.
Nosotros contemplamos y cantamos su gloria. Como lo hace un místico actual: Al Hijo de Dios cantemos, - ¡ay, gracia desenfrenada!, - ni los cielos sospecharon – que el mismo Dios se encarnara. - - Cantad, criaturas todas, - que todas estáis salvadas, - y con la boca quedaos – al Padre diciendo: ¡Gracias! (Himno litúrgico navideño).
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