Después de esto, Jesús andaba por Galilea y no podía andar por Judea, porque los judíos buscaban matarle.
Cuando el Evangelista habla de los judíos, no piensa en todo el pueblo sino en sus autoridades que buscan eliminar a Jesús porque le consideran subversivo y blasfemo. La gente es testigo de la confrontación pero no toma partido. Es que los interrogantes sobre Jesús son muchos. ¿Cómo sabe tanto sin haber frecuentado la escuela de los rabinos? ¿Cómo puede venir de Dios si conocemos sus orígenes? Todos, autoridades y pueblo, creen que lo que viene de Dios tiene que ser portentoso y majestuoso. Como nosotros, también ellos se desconciertan ante un Dios cercano, sencillo, palpable. Los ojos que no han sido agraciados con la luz de la fe, no pueden superar los prejuicios que aplicamos a la divinidad.
Entonces Jesús, que enseñaba en el templo, exclamó: A mí me conocéis… Yo no vengo por mi cuenta, sino que me envió el que es veraz. Vosotros no lo conocéis.
Los judíos son expertos en las Escrituras, pero no conocen al Padre porque no aceptan a Jesús. Por eso, a pesar de su piedad y moralidad, viven hundidos en el abismo del pecado y llegan a hacer de Dios un cómplice de sus crímenes.
Intentaron detenerlo, pero nadie le echó mano, porque no había llegado su hora.
Jesús es consciente de que se acerca su hora, la hora de los Tres de la Trinidad. La hora de la humanidad entera. La hora de reconciliar por Él y para Él todas las cosas, pacificando, mediante la sangre de su cruz, los seres de la tierra y de los cielos (Col 1, 20).
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