Oyó el tetrarca Herodes la fama de Jesús y dijo a sus cortesanos: Ése es Juan el Bautista que ha resucitado y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos.
El Evangelista Marcos nos ofrece unos rasgos amables de Herodes: respetaba a Juan, le tenía por hombre honrado y santo, le protegía, hacía muchas cosas aconsejado por él, le escuchaba con agrado (Mc 6, 20). Pero debido a su ambición de poder, Herodes era un títere de su corte. Y un profeta, a la larga, no puede cohabitar con el poder. A la larga resulta incómodo para quien detenta cualquier tipo de poder. Y corre serio peligro de verse privado de su voz o de su vida. Juan Bautista denunció la inmoralidad de Herodes y la corrupción de su corte.
El rey se sintió muy mal. Pero, por el juramento y por los convidados, ordenó que se la dieran. Y así mandó decapitar a Juan en la prisión.
Los profetas lo tenían complicado; también hoy. Pensemos, por ejemplo, en Martín Luther King; o en algunos teólogos de tiempos recientes que tanto han sufrido y que han sido reivindicados después de muertos. No faltan hoy hombres y mujeres que se posicionan de manera crítica ante los abusos de poder en el entorno en que les toca vivir. Lo tienen difícil. Imaginemos la larga y amarga noche del Bautista en aquella prisión: la soledad, el sentimiento de abandono de todos… Cuando estaba en la cárcel sufrió la prueba de la noche en su alma. Esto conmueve: el más grande de los nacidos de mujer, manda a dos discípulos a preguntar a Jesús: ¿Eres tú o me he equivocado y tenemos que esperar a otro? (Papa Francisco).
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