Os aseguro que si no os convertís y os hacéis como los niños, no entraréis en el reino de Dios.
Para entrar en el reino de Dios no es necesario esperar al más allá. El profetismo antiguo ya había visto en el niño pequeño la imagen de quien ha entrado en el reino de Dios ya en esta vida. Por ejemplo, Oseas: Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas; me inclinaba y les daba de comer (Os 11, 4). O el salmo 131: Me mantengo en paz y silencio, como niño en el regazo materno. O Isaías: Mamaréis, os llevarán en brazos y sobre las rodillas os acariciarán (Is 66, 12).
Jesús insistió en varias ocasiones en que nos es necesario hacernos como niños si queremos gozar de los encantos del reino. Lo dice también en Marcos: El reino de Dios pertenece a los que son como ellos (Mc 10, 14). Lo dice, aunque con otras palabras, en Lucas: Te alabo, Padre, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los pequeños (Lc 10, 21).
Nadie ha vivido y expresado mejor que Teresa de Lisieux esta consoladora y estimulante verdad: Jesús se complace en mostrarme el único camino. Es el del abandono del niñito que se duerme sin miedo en brazos de su padre. El profeta Isaías, cuya mirada inspirada se hundía ya en las profundidades de la eternidad, exclama en nombre del Señor: Como una madre acaricia a su hijo, así os consolaré yo, os llevaré en brazos y sobre las rodillas os acariciaré. Ante un lenguaje como éste, solo cabe callar y llorar de agradecimiento y de amor.
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