Al ver a la multitud, subió el monte. Se sentó y se le acercaron los discípulos. Tomó la palabra y los instruyó en estos términos:
La escena es grandiosa. Jesús, sentado sobre el monte, sobre la tierra entera. La multitud a su alrededor, por los cuatro puntos cardinales. Su palabra, válida para todos, es escuchada solamente por los cercanos, los discípulos. Jesús proclama la razón de su mensaje y de su vida. Razón que puede resumirse en una palabra: DICHOSOS. La repite muchas veces. La primera dice: Dichosos los pobres de corazón porque el reinado de Dios les pertenece. Siguen ocho dichosos más. Hacia el final de su vida lo dirá de otra manera: Yo vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia (Jn 10, 10).
Y así es. Porque el mensaje de Jesús, el Evangelio, bien asimilado, se pone de manifiesto en una vida abundante en confianza, en sencillez, en luz, en salud interior, aunque la salud física de esa persona no sea buena. Es que cuando una persona vive intensamente la realidad del amor de Dios, entonces esa persona es dichosa y es santa. Como la Madre de Jesús. Ella, consciente de su nulidad, tuvo como única referencia de su vida a quien miró la nulidad de su esclava.
Hoy celebramos la fiesta de Todos los Santos. ¿En quiénes pensamos cuando hablamos de los Santos? Si pensamos en los santos venerados en nuestras iglesias, nos vendrá bien democratizar la idea de santidad. La santidad, como todo, es cosa de Dios; no es cosa nuestra. Sin él no podemos nada. Todo es don de Dios, tanto el hacer como el querer (Flp 2, 13). Todos somos santos, porque todos somos amados por Dios.
Al Papa Francisco le gusta hablar de la clase media de la santidad; o también de los santos de la puerta de al lado. Sería bueno y saludable que considerásemos a nuestros seres queridos ya fallecidos como verdaderos santos. Y que ellos sean nuestros santos preferidos. Y que ellos sean nuestros entrañables compañeros de camino. Y que por su mediación presentemos al Señor nuestras súplicas.
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