Dichosos los pobres de corazón, porque el reinado de Dios les pertenece.
Jesús repite hasta nueve veces lo de dichosos. Es que se hizo como uno de nosotros precisamente para eso, para que seamos dichosos: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia (Jn 10, 10).
En esta fiesta de Todos los Santos, la liturgia nos ofrece el Evangelio de los dichosos, de las Bienaventuranzas. La primera lectura nos ha hablado de todos los santos, de todos los dichosos: una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos (Apo 7, 9).
Dichosos. La felicidad que Jesús propone va más allá de las circunstancias favorables o adversas que nos toca vivir; más allá del bienestar o malestar que podamos sentir. Y, desde luego, el camino a la felicidad no se parece nada a los caminos que el mundo propone.
Hoy celebramos la muchedumbre inmensa de los santos. Algunos de ellos, unos pocos, han sido canonizados. Hoy es también nuestra fiesta, porque también nosotros pertenecemos a esa inmensa muchedumbre. La santidad no es cosa de los hombres, sino de Dios. Todos hemos sido santificados por la sangre de Jesús: Dios nos demostró su amor en que, siendo aún pecadores, el Mesías murió por nosotros (Rm 5, 8). ¡De balde os han salvado! (Ef 2, 5).
Son mayoría los hombres y las mujeres que, por no saberse infinitamente amados, no se saben santos. Los creyentes sí nos sabemos infinitamente amados. Nos sabemos santos porque creemos en el amor; sin mérito alguno de nuestra parte. La vida de los santos, la vida nuestra, se diferencia de las vidas de otros especialmente en la capacidad para caminar sobre aguas turbulentas; donde otros se hunden, nosotros nos mantenemos serenos.
Celebremos con gozo esta fiesta de Todos los Santos. De todos, los de allí y los de aquí. Y pongamos en altares especiales a las personas que más hemos querido.
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