¿Quién eres tú?
Es la pregunta que los judíos hacen a Juan Bautista. Recordemos que cuando el Evangelista Juan habla de los judíos, se refiere no al pueblo en general, sino a la autoridad religiosa: sacerdotes, fariseos, escribas.
El Bautista, con claro sentido de identidad personal, responde apropiándose las palabras de Isaías: Yo soy la voz del que clama en el desierto: allanad el camino del Señor (Is 40, 3).
La respuesta sorprende mucho a los sacerdotes y levitas enviados por los jefes de Jerusalén. Se sorprenden porque ellos no tienen sentido de identidad personal. Sí que lo tienen de identidad colectiva: dependen mucho unos de otros y antes de decir o hacer nada miran a derecha e izquierda. Esa inseguridad interior les hace intransigentes con quienes no forman parte del gremio y construyen murallas visibles e invisibles para defenderse.
Juan Bautista, como toda persona con claro sentido de identidad, se parece a la Jerusalén de la visión de Zacarías: Jerusalén será habitada como ciudad abierta, debido a la multitud de hombres y ganados que albergará en su interior. Y seré para ella muralla de fuego en torno y gloria dentro de ella (Zac 2, 8-9).
En medio de vosotros está uno a quien no conocéis que viene detrás de mí, a quien no soy digno de desatarle la corre de su sandalia.
¿Tienen sentido estas palabras para nosotros? Sin duda. Santa Teresita, pensando en su propia comunidad de monjas contemplativas, se lamentaba: En todas partes, el Amor misericordioso es desconocido o rechazado. Se conoce al Dios de la justicia. La preocupación de las personas es acumular méritos como el fariseo de la parábola.
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