Los fariseos les respondieron: ¿Vosotros también os habéis dejado embaucar? ¿Acaso ha creído en Él algún magistrado o algún fariseo? Pero esa gente que no conoce la Ley son unos malditos.
Es la respuesta de los fariseos a los guardias que, enviados a detener a Jesús, han vuelto fascinados por Él y han dicho: Jamás un hombre ha hablado como habla ese hombre.
¿Qué encontramos en lo más íntimo de aquellos fariseos? Encontramos una convicción profunda de lo correcto de sus ideas y de sus decisiones. Están convencidos de hacer un servicio a Dios eliminando a Jesús. Exactamente como sucedió al moralmente intachable Pablo antes de su conversión. Lo bueno que uno sabe y hace puede ser el mayor obstáculo para cosas mejores. Eso es lo que sucedió al hermano mayor del pródigo. Por eso dijo Jesús al fariseo Nicodemo: No te extrañe si te he dicho que hay que nacer de nuevo (Jn 3, 7).
La gente andaba dividida a causa de Él.
Entre los judíos hubo división de opiniones sobre Jesús. Ya lo había anunciado treinta años antes el anciano Simeón, con el niño en brazos: Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y como signo de contradicción (Lc 2, 34). Unos, los más influyentes, buscaron deshacerse de Él. Otros, unos pocos, le admiraron. La mayoría de la gente permaneció al margen, ocupados en sus cosas. Así mismo sucede hoy. Unos pocos le seguimos y tratamos de imitarle haciendo el bien. Otros, aquellos que detentan el poder, buscan borrar su presencia de la sociedad. Pero la gente, en general, vive anclada en la indiferencia. ¿Quizá esta división de opiniones hunde sus raíces en nuestras propias incongruencias?
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