Os lo dije y no creéis. Las obras que yo hago en nombre de mi Padre dan testimonio de mí.
Jesús se pasea por el templo y, de pronto, se ve rodeado por los jefes judíos; le exigen que les diga claramente si es o no es el Mesías. La respuesta de Jesús no les satisface; les parece ambigua. Más adelante, ante el gran Sanedrín, será categórica: Sí, yo soy (Mc 14, 62).
La incredulidad de los no creyentes resulta comprensible por dos razones: la primera, porque es pedir demasiado que la razón humana acepte como Dios a un hombre de carne y hueso; la segunda, porque nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar (Lc 10, 22).
La incredulidad del creyente resulta menos comprensible. Tal incredulidad se da cuando ponemos límites a la fe; cuando no confiamos del todo; cuando no nos abandonamos con absoluta tranquilidad en los brazos de Abbá; cuando ponemos cualquier pero a la gratuidad.
Yo y el Padre somos uno.
Es el Espíritu del Padre y del Hijo quien enciende en nosotros la llama de la fe. Él, quien nos lleva a creer en Jesús como Hijo de Dios y aceptarlo como Señor de nuestra vida. Él, quien nos conduce a la comunión con el Dios Trinidad; comunión que puede ser vivida haciendo nuestras palabras como éstas: ¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro!... Que cada momento me sumerja más íntimamente en la profundidad de vuestro misterio… ¡Oh mis Tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Inmensidad donde me pierdo!... Sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos hasta que vaya a contemplar en vuestra luz el abismo de vuestras grandezas (Santa Isabel de la Trinidad).
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