No ruego solo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí, para que todos sean uno.
Le preocupan a Jesús las divisiones entre los suyos. Ha sido testigo de los altercados frutos de sus ambiciones. ¿Se mantendrán unidos a Él y unidos entre sí? Ahora, en el momento de la despedida, pide al Padre que las muchas diferencias que se dan entre ellos, y entre nosotros, no sean fuente de división, sino de enriquecimiento. Todos miembros del cuerpo de Cristo, cada uno con su función y su carisma.
Para que el mundo crea que tú me has enviado.
Jesús hace de la unidad de los discípulos el requisito imprescindible del testimonio cristiano. Lo había dicho antes con otras palabras: En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros (Jn 13, 35).
Yo les he dado la gloria que tú me diste, para que sean uno como nosotros somos uno.
También pide que infunda en nosotros el convencimiento de lo mucho que somos amados por el Padre, independientemente de lo que sintamos. Jesús no se complace en el sufrimiento, ni en el suyo propio, ni en el de sus amigos. Pero sabe que el sufrimiento es el único camino hacia la gloria: la suya y la de sus amigos. Así se lo dijo, ya resucitado, a dos de ellos: ¿No era preciso que el Mesías sufriera todo esto antes de entrar en su gloria? (Lc 24, 26). La copa del dolor y la copa de la gloria son inseparables. Cuando estamos siendo estrujados como racimos, no podemos pensar en el vino en el que nos estamos convirtiendo.
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