Y cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros.
Con estas palabras, pronunciadas en la sobremesa de la última cena, intenta Jesús serenar los ánimos de los discípulos ante la inminencia de su partida. A nosotros nos valen para saber vivir serenamente la realidad de la muerte de nuestros seres queridos y la nuestra propia.
Como Jesús, también san Pablo intenta serenar los ánimos de los cristianos de Tesalónica. Les dice: Seremos arrebatados al encuentro del Señor, y así estaremos siempre con el Señor. Consolaos mutuamente con estas palabras (1 Tes 4, 17-18).
En esta celebración de los difuntos, unos preferimos interceder por ellos, sabedores de que la oración de hoy es tan válida para hoy como para ayer. Otros preferimos pedir a nuestros difuntos que intercedan por nosotros, sabedores de que ya gozan de la plenitud de la vida.
En este día será bueno y saludable también detenernos a contemplar la propia muerte a la luz de la Palabra de Dios. La muerte es el punto intermedio entre tiempo y eternidad; cuando comenzamos a estar más allá que aquí; cuando se desvanecen las ocupaciones y preocupaciones de esta vida ocupados ya en cosas más importantes; cuando buscamos cómo despedirnos de quienes se niegan a que nos vayamos.
No se turbe vuestro corazón… Voy a prepararos un lugar. El Evangelio de Juan nos dice de la muerte de Jesús: Inclinando la cabeza entregó el Espíritu (Jn 19, 30). Contemplando su muerte aprendemos a inclinar nuestra cabeza, a dejarlo todo en manos de Dios. La muerte es la oportunidad suprema para la confianza más absoluta, el momento para dejarnos caer con fe ciega en brazos de nuestros Tres.
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