El profeta Isaías nos ha dicho en la primera lectura: Sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Es una buena profecía de los tempos mesiánicos, cuando el Señor transforma nuestra visión de todas las cosas: de Dios, del mundo, de nosotros mismos. El salmo responsorial nos lo ha cantado así: El Señor es mi luz y mi salvación.
Cuando Jesús se iba de allí, le siguieron dos ciegos gritando: ¡Ten piedad de nosotros, Hijo de David!
Sorprende la actitud de Jesús ante estos dos ciegos. Se parece a la adoptada ante la mujer cananea (Mt 15, 21). Vemos, en ambos casos, un Jesús difícil de reconocer. No es el Jesús solícito ante el sufrimiento de quienes encuentra. Los dos ciegos le siguen por el camino, gritando, y no les hace ningún caso. Luego, cuando llegados a casa la insistencia de los ciegos se convierte en acoso, les dice: Hágase en vosotros según vuestra fe. Parece empeñado en decirnos que debemos actuar como si todo dependiera de nosotros, aunque tengamos claro que, en realidad, todo depende de Él. Bien dice Pablo que es Dios quien, según su designio, produce en vosotros el deseo y su ejecución (Flp 2, 13).
La fría actitud de Jesús no termina ahí. Al despedirse de los dos exciegos les advierte severamente: ¡Mirad que nadie lo sepa! Podía haberse ahorrado estas palabras. Pero, Señor, ¡cómo no van a contar el favor recibido! Imposible no demostrar de una u otra forma la luz que nos has dado a quienes te ha placido; a nosotros los creyentes. Claro que tampoco es cosa de convertirnos en inoportunos predicadores callejeros; pero sí es cosa de hacer de nuestra vida un instrumento transmisor de luz y de paz.
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