Al día siguiente Juan vio acercarse a Jesús y dijo: Ahí está el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.
¿Qué es lo que el Bautista vio en aquel hombre que se acercaba para decir algo tan fuerte como que ese hombre quita el pecado del mundo? El Bautista vio lo que el Espíritu le hizo ver. Igual que treinta años antes había hecho ver a Simeón en el niño que tenía en brazos. ¿Gozamos nosotros de esa misma luz del Espíritu cuando repetimos en la Eucaristía: Cordero de Dios que quitas el pecado del mundo? ¿Lo decimos con absoluta convicción? Porque es mucho lo que decimos; ¡muy mucho! ¿O quizá repetimos las palabras del Bautista de forma rutinaria sin caer en la cuenta de su grandioso significado?
El Bautista, al día siguiente y en presencia de dos de sus discípulos, repetirá las mismas palabras (v. 36). Uno de aquellos discípulos es Juan el Evangelista; se apropia de esas palabras y las repite en su primera carta: Sabéis que Él se manifestó para quitar los pecados (1 Jn 3, 5).
La esplendorosa fe que hoy brilla en el Bautista, no siempre resplandecerá de igual manera. Llegarán días de negros nubarrones en que se verá abrumado por las dudas. Y, cuando encarcelado, mandará discípulos a preguntar a Jesús: ¿Eres tú el que había de venir o tenemos que esperar a otro? (Lc 7, 19). Es que lo que el Bautista oye de Jesús no encaja con su idea del Mesías.
La fe de todo creyente se pone a prueba en los momentos de oscuridad. El mismo Jesús lo experimentó en Getsemaní y en la cruz: ¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado? (Mc 15, 34).
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