Los escribas y los fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio.
El Evangelista sabe que las Escrituras recurren con frecuencia a la metáfora del adulterio para expresar la infidelidad del pueblo de Dios. Por eso que acertamos si nos vemos representados en esta mujer. Pero, ¿quizá nos vemos mejor representados por aquellos escribas y fariseos? Son personas respetables y piadosas, propensas a escandalizarse y airear los pecados de vecinos, políticos, clérigos… ¿No pecamos de eso mismo?
Se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio.
Están los dos solos, pero la mujer sigue en medio. ¿No suena raro? Pero es que ella está en medio porque ocupa el centro de la atención y del afecto de Jesús. Él no ve en ella una persona mala; ve una pobre víctima del pecado. Ella está ahogada por la vergüenza, y disgustada consigo misma por la torpeza y la incapacidad para controlar sus sentimientos, y resignada a pagar el precio de su pecado. ¿No sucede cosa parecida cuando nos vemos incapaces de controlar nuestras compulsiones?
Tampoco yo te condeno. Vete y en adelante no peques más.
Ante la insistencia de fariseos y escribas, su primera reacción es el silencio. Y se pone a escribir con el dedo en la tierra. ¿Será que se da tiempo para controlar su indignación? Porque, siendo el adulterio cosa de dos, ¿dónde está el varón? Pero la razón primera de su indignación es porque siente mayor repulsa por el pecado de orgullo de quienes se tienen por mejores, que por el pecado de adulterio de la mujer.
En verdad, todo sirve para nuestro bien; también el pecado. Sufrir la herida del pecado y experimentar luego la paz del perdón, hace que desaparezca la arrogancia y aparezcan la comprensión y la misericordia. Cuando se encuentran cara a cara la miseria y la misericordia, siempre vence la misericordia. Dice el Papa Francisco que ante la gravedad del pecado, Dios responde con la plenitud del perdón. La misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona.
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