Una mujer cananea de la zona salió gritando: ¡Señor, Hijo de David, ten compasión de mí! Mi hija es atormentada por un demonio.
El Evangelista nos saca del ambiente, para nosotros un tanto enrarecido de la cultura judía, haciéndonos respirar el aire fresco del Espíritu que aparece en las personas más inesperadas. Hoy es una mujer. Una madre que cuando dice, ten compasión de mí, ese mí no es ella, sino su hija. Y cuando encuentra el desdén por respuesta, no se achica. Y que no se siente herida en su orgullo al verse comparada con unos perritos: Si, Señor, pero también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. Es la fe capaz de mover montañas.
Entonces Jesús le contestó: Mujer, ¡qué fe tan grande tienes! Que se cumplan tus deseos.
Jesús se admira ante la fe de la mujer. Es una fe muy grande por cómo se identifica con su hija. Una fe muy grande por su perseverancia que no se rinde ante ningún obstáculo. Igual que los niños, pide convencida de tener derecho a obtenerlo todo. Lo primero que quiere Jesús en quien le sigue es la fe. Antes que una vida intachable. La fe no va necesariamente ligada a una vida correcta. Hay hombres y mujeres de otras religiones de conducta íntegra. Lo más importante de la vida del creyente es eso, creer; tener absoluta confianza en Jesús.
La fuerza interior de esta mujer que permite superar todo obstáculo, hay que buscarla en su amor materno y en la confianza de que Jesús puede satisfacer su petición. Podemos decir que es el amor lo que mueve la fe, y la fe, por su parte, se convierte en el premio del amor (Papa Francisco).
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