Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó.
Aquel maestro de la ley sabía bien que todas las leyes se resumen en la ley del amor: el amor a Dios y el amor al prójimo. Pero no tenía claro el significado exacto de la palabra prójimo. Y se lo pregunta a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo? Jesús responde con la parábola del Buen Samaritano. El maestro de la ley quedaría ojiplático al ver cómo Jesús resume toda la ley en el amor a la persona necesitada, conocida o desconocida, que encontramos en los caminos de la vida: Anda y haz tú lo mismo. Esto mismo repetirá en la parábola del Juicio Final: Os aseguro que lo que hayáis hecho a uno solo de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis (Mt 25, 40). Pero, atención, no confundamos el amor con el afecto. Amar consiste en hacer el bien, sintamos lo que sintamos.
Es una lección difícil de aprender. Especialmente para quienes gustamos de encontrar a Dios en la limpieza del templo y rehuimos encontrarle en el barro de los caminos. Los piadosos nos sentimos más cómodos si los malheridos por la vida permanecen fuera de los límites del templo. Tampoco nos parece correcto que los prójimos alteren nuestras rutinas religiosas.
Jesús es el Buen Samaritano. Se baja de su cabalgadura (Flp 2, 8), cura las heridas de quienes hemos caído en manos de tantos bandoleros (1 P 2, 4) y nos pone sobre su propia cabalgadura (Jn 1, 16). Y, después de lavar los pies a los discípulos, nos ordena: Si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros (Jn 13, 14).
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